martes, 16 de noviembre de 2010

Un bocado de Cortázar


Cuando leí Rayuela por fin, aunque pensé que era muy interesante y algunos capítulos realmente me marcaron, me pareció que me gustaba menos que algunos cuentos también de Cortázar que había leído antes. A pesar de esto me entró el “mono” de Cortázar y compré un librito (porque la edición es pequeña simplemente) llamado Último round. La wipidedia lo llama collage literario porque mezcla poemas, cuentos, fotos... yo lo clasificaría como “libro raro” en mi afán antiintelectual. Tengo que confesar que no me lo he leído entero, como hago con todos los libros que no son novelas: leí aquí y allá, salteado, releo mil veces lo que me ha gustado mucho, y a veces me atrevo a leer algo nuevo.
A lo que voy, quería hablar de este libro porque algunos de sus cuentos, mil veces releídos, me han hecho reírme casi hasta la muerte, durante meses, y siempre que los recordaba. ¡Y lo bien que se lo debió de pasar él escribiéndolo! Ahí va uno de ellos:


Con lo cual estamos muy menoscabados por los jaguares


Hay que reconocer que estamos muy menoscabados por los jaguares. En nuestra casa, en la rue Blomet, hay jaguares por todos lados. No se diría porque raramente se los ve, pero en el fondo esa es su manera de estar allí y de infiltrarse. Creanme, por la mañana se los encuentra hasta en la manteca; observen a la Hortensia, mi esposa, que unta tan tristemente una tostada, y quizá podrán ver el finísimo hilo rojo que convierte el pedacito de manteca en algo que oscila entre un mazapán de fantasía y una pasta dentífrica polivalente. El jaguar ha pasado por ahí, arañando de paso los dedos de Hortensia, y por eso Hortensia unta tan tristemente su tostada. No digamos la de jaguares que hay bajo la ducha, esa caricia de otros tiempos que ahora puede desollarnos con su zarpazo húmedo. He estado a punto de ser escalpado pero ya sé a qué atenerme: no me lavo más y sanseacabó.
Por supuesto hay los grandes, los pavorosos que surgen en la noche, pero si se mira bien los que nos hacen más penosa la existencia son los pequeños(¡tan hermosos, tan insectos!). Está el jaguar del velador, el del reloj parlante, el que se guarece en una media, el que hace sus cuentas al mismo tiempo que nosotros, 44, 35, 2271 y bajo 3, obstinadamente nos resta, nos divide, nos reduce a un vago promedio para estadígrafos todavía más vagos. Entre los pequeños (los hay como gomas de borrar o cajas de fósforos) tenemos sobre todo el que se opone a las comas, pues basta trazar una para que su manotazo la arranque viva del papel; aprovecho que hoy no ha aparecido para poner comas por todos lados. Salvadas las distancias, Hortensia sostiene que el peor de los jaguares es el de la aspiradora eléctrica, porque sus tendencias vomitantes nos han horripilado siempre. Ah, uno terminaría por creerse en un manicomio si no estuvieran los otros, los verdaderos, porque en el fondo no se puede tomar demasiado en serio a los más chicos. Y eso que a los grandes se los ve muy poco, casi nunca, son escurridizos como monjas. Hay sobre todo el olor (de noche, en el dormitorio, por la mañana en la escalera) y el roce infrarojo de su maravillosa piel que despierta las nostalgias de mi pobre Hortensia. Rugen raramente, pero están ahí gruñendo en sordina alrededor de la cama, debajo de la mesa o en los placards. Vivimos terriblemente menoscabados por los grandes jaguares y apenas nos animaos a cumplir los gestos del trabajo, de la higiene, incluso del amor. Si saltaran en este preciso momento, ¡qué maelstrom de uñas y de lenguas! Una estricta vigilancia pasiva nos procura un aplazamiento, algo nos garantiza que aunque ronden tejiendo sus proyectos solapados, no nos atacarán de frente. Lo que nos tranquiliza es el sentimiento casi indecible de que en cierto sentido todo es jaguar, que la cama misma es jaguar, esa fortaleza ultimísima de la pareja cristiana, y también la casa, oh sí, la casa misma podría ser jaguar aunque la inteligencia más sutil vacile en aceptar semejante hipótesis. Es así como tanta desmesura en nuestras sospechas acaba por tranquilizarnos un poco, en la medida en que nos sentimos como inbricados en un engranaje de jaguares que van del más pequeño de la lata de té a los enormes, a aquellos cuyo tamaño sobrepasa nuestro pobre entendimiento. Me consta que Hortensia se niega a albergar esas ideas transitadas de terciopelo y de bielas trasnochadas, prefiriendo refugiarse en los límites visibles del dormitorio y la escalera, pero yo me obstino en ampliar su comprensión de estos acaecimientos; a veces alcanzo a sorprender en sus ojos una mirada de melancólica lucidez, y me digo que también ella podría ascender mentalmente de jaguar en jaguar hasta llegar a aquel que los incluye a todos. Porque a decir verdad no solamente la casa sería jaguar sino la ciudad, la ciudad y en torno de ella el país, esta nación altanera cuya auténtica naturaleza se revela apenas se piensa en su sempiterno antagonismo hacia el oso ruso, el águila prusiana, el toro inglés y la alta costura francesa. Con lo cual estamos muy menoscabados por los jaguares, y a Hortensia y a mi nos gustaría poder vivir en el campo, lo más lejos posible, incluso a orillas de esos pantanos donde flotan restos de corcho podrido y donde solo los búhos se aventuran cuando el tiempo lo permite.

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